Salgo del hotel a las ocho de la mañana. Recorro las calles a fuerza de que se me hagan familiares. Trato de localizar cajeros, es verdad, pero trato, ante todo, de localizar rutas. Es inevitable: a la primera interjección, me pierdo en los edificios, en los bares de tapas, en los comercios recién abiertos, en los extranjeros que caminan con sus mapas para llegar a la parada del bus. Decido que lo mejor es fijarme en el mapa también, pero lo que es mejor aún, es ir a desayunar y planear la ruta desde cualquier café.
Llego a lo que parece un bar. Sirven comida. Pero es muy temprano. Me quedo porque es lindo, y porque, cuando me acerco, veo que en el menú hay de acompañamiento una especie de picante. Sí: he viajado sola desde hace un mes. He comprado numerosas latas de fabada porque me recuerdan los frijoles y he comido papas bravas de vez en vez cuando tengo antojo de chile. Soy un cliché.
El bar está casi desierto, quizá uno dos personas más además de mí. Veo esa máquina en donde las naranjas dan vueltas y se exprimen y sale el jugo. Se me antoja mucho. Pero el jugo vale tres euros. Tres. Traigo agua en una botella, así que puedo prescindir del zumo. No recuerdo el desayuno. Pido la orden y pregunto si puede traer un poco de picante. El mesero, al oírme, sonríe. Ante su gesto, sonrío también. Bajo la mirada y saco de mi bolso el mapa: tengo que caminar unas cuatro cuadras para arriba y esperar el transporte. El mesero, calmado y risueño, cambia el disco y noto que me ve. Tarda unos segundos, pero empieza a sonar un corrido. Yo subo la mirada y no lo creo: en un bar perdido de Granada, estoy escuchando a los Tigres del Norte.
-¿Mexicana?
-Mexicana, sí. ¿Cómo supo?
-Por su acento. No es español.
-El de usted tampoco, ¿dé donde es?
-De Venezuela.
-¿Y qué hace tan lejos?
-Pues ya ve, me vine a trabajar aquí. ¿Y usted?
-Vine a estudiar, no por mucho tiempo. Oiga, pero, ¿qué? ¿Allá se oyen mucho los Tigres del Norte?
-Si se conocen, pero yo los escuché mucho porque trabajé en Estados Unidos y había varios mexicanos allí.
-Sí, ya, ya entendí.
Platicamos otro poco. Le pregunto cosas para ver en la ciudad. Es un señor amable y curioso y me recomienda lugares. No sé por qué (quizá porque los ojos se me van por las naranjas) me dice que si quiero un zumo. Le digo que mi presupuesto es limitado y que traigo un poco de agua. Me lo sirve y me dice que no me preocupe. Es muy cortés. Me contó otras cosas más. Finalmente, le digo que mi boleto de la Alhambra es a las once y el mismo me apura para que no me lo pierda. Le agradezco las palabras, y la música, y el jugo. Me dice, solidariamente, que cualquier cosa que necesite lo busque allí.
Me despido, un poco desconcertada, pero feliz. Me resulta inimaginable la escena que acaba de pasar. Agradezco el guiño.